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Teólogos Contemporâneos:

«El Icono, Teología de la Presencia»

Paul Evdokimov- (1901-1970)

Nació el 2 de agosto de 1901 en Petrograd, en una familia de la aristocracia. Llegó a Paris en 1923 y fue alumno del Instituto San Sergio. Casado en 1927 con una francesa de madre rusa, viudo en 1945, se casa de nuevo en 1954 con una joven japonesa. Hospitalario artista organizó jornadas teológicas para jóvenes griegos. Entre muchas obras, escribió La Mujer y la Salvación del mundo (1958), Gogol y Dostoievsky o el Descenso a los Infiernos (1961), El Sacramento del Amor (1962), El Arte del Icono, Teología de la Belleza (1970. Murió el 16 de septiembre de 1970.

ara el Oriente, el icono es uno de los sacramentales, el de la presencia personal. Las Vísperas de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir lo subrayan:

Contemplando el icono, dices con fuerza: «mi gracia y mi fuerza están con esta imagen.»

Por eso, se exige la intercesión de un presbítero y el ritual de consagración para instituir el icono en su función litúrgica y, por lo tanto, en su ministerio teofánico. Una imagen que el presbítero verificó en su corrección dogmática, su conformidad con la Tradición y el nivel aceptable de expresión artística, se convierte, por la respuesta divina durante la Epiclesis del rito, en «icono milagroso.» «Milagroso» quiere decir exactamente cargado de presencia y testigo indudable de esa presencia; canal de la gracia con virtud santificante.

El VII Concilio Ecuménico (Nicea II, 787) declara:

Sea por la contemplación de la Palabra de Dios, sea por la representación del Icono, tenemos la Memoria de todos los prototipos (los santos) y somos introducidos en su presencia».

El Concilio de 860 afirma: "Lo que el Evangelio nos dice por la Palabra, el Icono nos lo anuncia por los colores y nos lo hace presente".

San Juan Damasceno dice:

Cuando mis pensamientos me atormentan y me impiden gustar la lectura, voy a la iglesia. Mi vista es cautivada (por el icono) y mi alma da gracias a Dios. Contemplo la valentía del mártir, su ardor me inflama. Me prosterno para adorar al Señor y rezarle por la intercesión del mártir.»

El Icono testimonia la presencia de la persona del santo y su ministerio de intercesión y de comunión.

El Icono es una simple tabla de madera, mas funda todo su valor teofánico en su participación de la santidad divina: no encierra nada en si mismo, mas se convierte en una realidad de irradiación. La ausencia de volumen excluye toda materialización. El Icono transmite una presencia energética que no está localizada ni encerrada, sino que irradia alrededor de su punto de condensación.

Esta teología litúrgica de la presencia, afirmada en el rito de la consagración, distingue netamente el Icono de un cuadro de tema religioso y traza la línea divisoria entre ambos. Se puede decir que toda obra puramente estética abre un tríptico en el que el artista, la obra y el espectador forman las hojas. El artista realiza su obra, explota todo el teclado de su genio y suscita una emoción admirativa en el alma del espectador. El conjunto queda cerrado en ese triángulo del inmanentismo estético. Y aun si la emoción pasa al sentimiento religioso, éste proviene sólo de la capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo. Una obra de arte debe ser mirada, y encanta el alma; emocionante y admirable en sus puntos culminantes, no tiene función litúrgica. En cambio, el arte sagrado del Icono trasciende el plano emotivo que actúa por la sensibilidad. Una cierta sequedad hierática y el despojamiento ascético de la factura lo oponen a todo lo que es suave y blando, a toda ornamentación y placer propiamente artísticos.

Por esta función litúrgica, el Icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo; suscita no la emoción sino el sentido místico, el mysterium tremendum, ante el advenimiento de un cuarto principio con respecto al triángulo: la presencia de lo Trascendente cuya presencia atestigua. El artista desaparece detrás de la Tradición que habla, y por eso, los Iconos casi nunca están firmados; la obra de arte se convierte en una teofanía; todo espectador que busca un espectáculo se encuentra aquí fuera de lugar; el hombre, atravesado por una revelación fulgurante, se prosterna en un acto de adoración y de plegaria.

En Occidente, en cambio, el Concilio de Trento subraya, a propósito de las imágenes, el carácter de anamnesis, de memorial, de recuerdo, pero claramente no epifanico, situándose así fuera de la perspectiva sacramental de la presencia. Afirmó todos los dogmas católicos, pero frente a la Reforma evidentemente iconoclasta, dejó de lado el dogma iconográfico, por otra parte ya abandonado por Occidente desde el VII Concilio. Pero es sintomático para la perspectiva iconográfica del misterio que Bernadette, invitada a elegir en un álbum la imagen que se parecía más a su visión, se detuvo sin dudar en un icono bizantino de la Virgen, pintado en el siglo XI.

La primacía del advenimiento teofánico aleja toda composición iconográfica del contexto histórico inmediato, y sólo conserva lo estrictamente necesario para reconocer el acontecimiento o el rostro de un santo a través de sus rasgos purificados por lo celestial. El rostro es natural sin ser naturalista. Por eso es imposible hacer el icono de una persona viva, y toda búsqueda de una semejanza carnal queda excluida. La vista de un iconógrafo pasa por una ascesis, por el «ayuno de los ojos», como dice San Doroteo, a fin de coincidir con la vista de la Iglesia. Forma potente de predicación y expresión de los dogmas, el Icono está sometido a las reglas trascendentes de la visión eclesial.

El Ícono es una presencia de la belleza y de la Gloria luminosa.


Fonte:

Revista Fuentes – 1993 - Argentina, «Teólogos Ortodoxos Contemporâneos»

 

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