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«El monaquismo, sacramento de amor»

Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

Buscad primero el reino de Dios… (Mt 6, 33)

Los ángeles son luz para los monjes, y la vida monástica,
luz para todos los hombres (San Juan Clímaco)

eclara san Antonio el Grande, “La vida viene de nuestro prójimo, como la muerte viene de nuestro prójimo”, (251-356) (1). “¿Quien no sabe, escribe Basilio el Grande (330-379), que el hombre es un animal social y doméstico, y no solitario y salvaje? Pues nada es más característico de nuestra naturaleza que comunicarnos los unos con los otros y amar nuestra propia especie” (2). Y san Juan Clímaco (s. VII) menciona esto como marca del verdadero monje: “Llora por los pecados de cada uno de sus hermanos, y se regocija de su progreso” (3). Aquí, en la boca de tres de los más grandes maestros de la vida monástica del Oriente cristiano, encontramos una clara insistencia sobre la necesidad del amor mutuo. Los tres afirman que, en tanto que personas humanas, somos esencialmente miembros los unos de otros. Creado a la imagen del Dios Trinitario, el hombre no llega a ser verdaderamente una persona mas que por su relación con los otros, haciendo suyas las alegrías y los dolores de los otros, viendo por sus ojos y sintiendo los sentimientos de sus corazones. Y esto es tan verdadero para el monje o monja que para el cristiano casado.

El retiro monástico no significa de ningún modo una abdicación de la responsabilidad por el mundo exterior. Aunque aparentemente negativo, la renuncia monástica es en realidad supremamente positiva: el monje niega a fin de afirmar. No menos que la madre o el padre de familia, no menos que el artesano, el doctor o el trabajador social, el monje procura contribuir a la transfiguración del mundo. La vida monástica, al igual que el matrimonio, es según la expresión de Paul Evdokimov, “un sacramento de amor”.

…Esto es claro conforme a la definición del monaquismo dada por san Basilio: lo llama simplemente “la vida según el Evangelio” (4). El monje o la monja no es nada más que un cristiano auténtico, alguien que toma el Evangelio al pie de la letra, que es absolutamente inflexible en su fidelidad a la Escritura. No es pura coincidencia si el rito de la profesión monástica es estrechamente paralelo al oficio del bautismo. Los votos monásticos son una renovación de los votos de bautismo. El verdadero monje es aquel que vive plenamente la muerte y la resurrección ha experimentado cuando la iniciación bautismal. Sean monjes o casados, todos los bautizados responden al mismo llamado del Evangelio. Las condiciones externas de su respuesta pueden variar, mas el camino, en lo esencial, es uno. Y si el monquismo es ”la vida según el Evangelio”, entonces, es una vida de amor. Es el cumplimiento de los dos grandes mandamientos evangélicos de amar al Señor nuestro Dios y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt. 2, 37-39).

Antonio y Pacomio, testigos del amor

…Si consideramos el modo en el cual san Antonio, el Padre de los ermitaños, y san Pacomio (286-346), fundador del primer monasterio cenobítico, han entendido el llamado de Dios y lo han respondido, en los dos casos vemos muy claramente este tema fundamental del amor por Dios y por el prójimo. A la edad de dieciocho o veinte años, Antonio escuchaba un domingo la lectura del Evangelio: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres … luego ven y sígueme (Mt. 19, 21). Estas palabras cambiaron su vida. Él las entendió como si ellas hubieran sido pronunciadas por primera vez, personalmente, para él solo. Siguió exactamente el mandamiento de Cristo, distribuyendo todo lo que tenía, consagrándose a una vida de ascetismo y de oración, retirándose gradualmente cada vez más lejos en la soledad del desierto, afin de estar solo con Dios (5). Si quieres ser perfecto: su sed de perfección, su amor por Dios, eran tan irressistibles, absolutas y sin compromisos, que renunció a todo el resto por amor a Dios.

Pacomio tenía también aproximadamante veinte años cuando oyó el llamado de Dios por primera vez. Por esa época era aún pagano. Llamado bajo reclutamiento, fue llevado con otros reclutas para remontar el Nilo hasta Alejandría. Probablemente para impedirles huir, fueron todos encerrados por la noche en la prisión del sitio. Luego del anochecer los cristianos del lugar se acercaron a ellos con comida y bebida. Pacomio preguntó quienes podían ser estos visitantes inesperados: era la primera vez que oía el nombre de “cristianos”. Impresionado por su compasión práctica, decidió sin demora volverse él mismo cristiano, a partir de lo cual sería liberado del servicio militar. Esa misma noche, dirigió a Dios esta oración: “¡Oh Dios!, si me liberas de mis aflicciones actuales, obedeceré tu voluntad todos los días de mi vida; y amando a todos los hombres, los serviré según tu mandato” (6). Cumplió su promesa. Liberado del ejército algunos meses más tarde, recibió el bautismo y abrazó al mismo tiempo la vida ascética : su conversión al cristianismo fue simultáneamente una conversión a la vía monástica. Amando a todos los hombres, los serviré: fiel al ideal del amor compasivo que su primer contacto con los cristianos le había revelado, no escogió ser ermitaño como Antonio, sino fundó una comunidad en la cual él mismo y sus hermanos monjes podrían expresar su amor mutuo por una vida compartida y de actos cotidianos de servicio recíproco. Así, por este espíritu de amor mutuo el monasterio debía ser una imagen de la primera comunidad apostólica de Jerusalén donde los cristianos ponían todas las cosas en común (Hch. 2, 42).

Paternidad, hospitalidad, oración

Así, en la vocación recibida por estos dos pioneros del monaquismo, la dominante es el amor, amor por Dios, amor por el prójimo. Sin embargo, ciertas dificultades subsisten. ¿Su amor no era demasiado limitado? Cuando, en su deseo de perfección, Antonio huyó al desierto, desligándose de todo sus semejantes, ¿no había algún egoísmo en un acto tal? Y cuando Pacomio procuraba servir a la humanidad respondiendo a las necesidades de sus hermanos monjes, ¿el círculo de su amor no estaba demasiado restringido? ¿Y el mundo exterior?

En cada caso, hay una respuesta. El retiro de Antonio no dura toda su vida. Luego de aproximadamente treinta años de soledad y de silencio, comenzó a aceptar discípulos y a recibir visitantes. Durante los cincuenta últimos años de su muy larga vida, un flujo creciente sin cesar de monjes y de laicos emprendió el viaje arduo hacia su ermita en el desierto. Según la expresión de san Atanasio, biógrafo de Antonio, “se volvió el médico de todo Egipto” (7); hasta el emperador le escribió (8). Miles y miles se acercaron a él con esta petición: “Dínos una palabra, padre. ¿Cómo podemos ser salvados?” y no partían con las manos vacías. En virtud de sus numerosos años pasados en la oración solitaria, su respuesta venía “como una palabra salida del silencio” y, a pesar de su brevedad, se revelaba como palabra de poder y curación. Curaba a otros no solamente por su consejo sino por su presencia misma. Se cuenta por ejemplo la historia de tres monjes que hacían juntos una visita anual a san Antonio. Dos de entre ellos llegaban cada año con numerosas preguntas, mas el tercero permanecía siempre silencioso y no preguntaba nada. Luego de muchas visitas semejantes, Antonio se dió vuelta hacia el tercero y le dijo: “Escucha: tú has venido aquí tantas veces, y sin embargo no me preguntas jamás nada”. “Padre”, replicó el otro, “me basta mirarte” (9).

Tal era el modo en que san Antonio el ermitaño expresaba su amor por un ministerio pastoral directo. Él es el prototipo de una figura que reaparece sin cesar en la historia del monaquismo oriental: “el anciano” carismático, el guía espiritual, llamado geronta por los griegos y staretz por los eslavos. Es allí, en su ministerio de paternidad espiritual, que encontramos la diakonía fundamental del monaquismo para con la sociedad, su contribución visible más significativa a la transfiguración de la vida humana. En la vida de muchos otros santos monjes en el curso de los siglos –Benito en Italia, Sabas en Palestina, Sergio de Radonez y Serafín de Sarov en Rusia-, se discierne precisamente el mismo movimiento que en la vida de Antonio: una huida en vista a un retorno. El monje comienza por retirarse en la soledad, pero, más tarde, abre su puerta al mundo del que ha huido antaño. Dicho ministerio de paternidad espiritual permanece tan importante hoy como lo fue en el pasado. Esto es completamente evidente en la actual renovación de la vida monástica en el monte Athos.

En la tradición de san Pacomio, los monjes sirven a la sociedad de modo igualemente directo. Desde el comienzo, los monasterios cenobíticos han considerado siempre la hospitalidad como formando parte de su vida cotidiana. Recuerdo al Padre Gabriel, superior del monasterio de Dionysiou en el monte Athos, que me decía cuánto los monjes se habían equivocado al quejarse del gran número de visitantes. Los huéspedes, decía, no son una carga sino un privilegio. Añadía que, en su monasterio, los ingresos, cualquiera que ellos sean, estaban divididos en tres partes: un tercio para el mantenimiento de las antiguas edicificaciones, un tercio para la comida y la vestimenta de los monjes, y un tercio para las necesidades de los visitantes.

Así, el círculo del amor monástico no es cerrado jamás, ya que hay siempre sitio en el interior para el extranjero y el proscrito. En la medida que lo habéis hecho a uno de estos más pequeños de mis hermanos, es a mi que me lo habéis hecho (Mt. 25, 40): el huesped, según la palabra de san Benito, debe ser recibido “como Cristo mismo” (10). “Cuando recibimos a los visitantes”, declara abba Apolo en Las sentencias de los Padres del desierto, “deberíamos prosternarnos delante de ellos, ya que no es delante de ellos que nos prosternamos, sino delante de Dios. Como se dijo: ‘El que ha visto a su hermano, ha visto a su Dios’. Aprendemos eso por la historia de Abrahán” (11). Incluso las comunidades que no tienen en sus recintos un staretz carismático pueden sin embargo curar y guiar a los otros albergándolos por un tiempo en la vida de la familia monástica. Esposos y esposas pueden retornar a su hogar y a su trabajo con una nueva esperanza, una nueva unidad interior, porque han tomado parte, durante algunos días o incluso algunas horas, tras ordenada oración y trabajo manual que constituye el programa monástico cotidiano. El tiempo encuentra su sentido cuando es acentuado por el repique de las campanas y el sonido del simandrion. Es toda la comunidad la que procede como staretz. Así, cada monasterio actúa como levadura en toda la sociedad, formando un oasis de fraternidad apostólica en un mundo donde el aislamiento y la hostilidad van creciendo.

Mas nuestra respuesta es aún incompleta. En cada generación, de hecho, muy pocos monjes se vuelven startzi: ¿eso significa que los otros solitarios no han servido al mundo? Cada monasterio no puede albergar más que un número de huéspedes limitado. ¿Eso quiere decir que no ofrece ninguna ayuda al resto de la humanidad? Por significativos que sean los ministerios de paternidad espiritual y de hospitalidad, no hemos aún mencionado la manera fundamental en que el monje ayuda a transfigurar la Iglesia y el mundo. ¿Cuál es?

Hemos hablado de la paternidad espiritual como del más importante servicio exterior del monaquismo al mundo; mas hay un servicio interior aún más importante. En uno de los más antiguos textos monásticos, se cuenta la historia de un joven monje que va a su padre espiritual en estado de sombrío desaliento. “Padre, ¿qué debo hacer?, pregunta, pues mis pensamientos me oprimen y me dicen: No haces ningún progreso; parte de aquí”.El anciano respondió: “Dí a tus pensamientos: Por el amor de Cristo, cuido los muros” (12). Cuido los muros: los monjes son como los centinelas sobre las murallas, protegiendo a los otros miembros de la Iglesia, mientras que cumplen sus labores cotidianas en el recinto entre los muros. “Cuido los muros”, ¿contra quien? Los primeros monjes tenían una respuesta precisa: contra los demonios que son los enemigos comunes de la humanidad. Retirándose al desierto, dominio de los demonios, a fin de entablar la lucha contra las fuerzas del mal, el monje hace, por eso mismo, un bien al mundo entero (Con ese propósito, si se comprende el desierto en tal sentido, como dominio de los demonios, uno puede preguntarse donde se encuentra “el desierto” en nuestro mundo contemporáneo: ¿en el campo o en la ciudad?) ¿Y con cuáles armas el monje protege los muros contra las fuerzas demoníacas? Una vez más, la tradición monástica responde de manera específica: con las armas de la oración.

Así, pues, este es principalmente el modo en que el monje sirve al mundo: no en primer lugar por las obras exteriores de caridad o por la erudicción, no ante todo por la hospitalidad ni siquiera por el consejo espirtual, sino por el trabajo interior de la oración. El amor de un monje se expresa ante todo por su oración: su oración es su amor. Sirve a su prójimo rezando. No simplemente por su oración de intercesión, sino por toda su oración, sea de arrepentimiento, alabanza o silencio. Cuando san Teodoro Estudita (759-826), proclamaba que “los monjes son la fuerza y la base de la Iglesia” (13), era ciertamente este ministerio de oración el que tenía en vista ante todo. Precisamente porque reza, el monje no está separado del mundo, por grande que sea su aislamiento exterior, pues la oración, aunque interior y personal, no es jamás solitaria: aquel que ofrece una oración auténtica y viva reza siempre como miembro de un cuerpo, en union con todos aquellos que rezan, y en realidad con la humanidad entera, tanto si ella reza o no. Toda oración es comunitaria y cósmica. Cuando el monje dice la Oración de Jesús, “Señor Jesuscristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, dice al mismo tiempo «ten piedad de nosotros», incluso si aquella puede no ser la forma aparente de las palabras que emplea. Su invocación no sería una oración auténtica si fuera dicha para él solo. Así, en virtud de su oración, el monje está, según la palabra de Evagrio Póntico (346-99), “separado de todos y unido a todos” (14).

Presuponiendo como ella esta mutua coherencia, la oración es una fuerza dinámica y transfigurante, incluso cuando permanece enteramente oculta. Más es hecho quizás por mantener la paz en nuestra generación por aquellos hombres y mujeres en la oración incesante, enteramente inadvertida para el mundo exterior, que por todos los políticos y diplomáticos. Los ermitaños llevan quizás a Cristo más hombres que cualquier escritor o predicador, cualquiera que sea su elocuencia. “Adquirid la paz interior”, decía san Serafín, “y miles a tu alrededor encontrarán su salvación”. Si algunos hombres se vuelven oración, ha notado Olivier Clément –oración que es “pura” y, a juzgar por las apariencias, perfectamente inútil- transforman el universo por el solo hecho de su presencia, de su existencia misma. Tal es precisamente la vocación del monje: ser una presencia, la presencia de la oración, ayudar al mundo no tanto de manera activa que de una manera existencial, no tanto por lo que hace que por lo que es, volviéndose él mismo oración viviente. Transfigura el mundo transfigurándose él mismo. En toda la historia de la Iglesia, los monjes han sido muchas veces la ilustración de esta paradoja: aquel que rechaza preveer y organizar, que no busca determinar cuál es para él el mejor medio de ser útil al prójimo, sino que se vuelve simplemente hacia Dios con un amor infinito, es a menudo ese justamente quien, más que todos sus contemporáneos, aporta más, y duraderamente, a la sociedad entera. Puede que el monje sueñe menos en convertir al mundo y más en convertirse él mismo: más oportunidades habrá que el mundo se encuentre de hecho convertido.

“Ved esta ventana, dice Tchouang Tseu, no es más que un agujero en el muro, mas, gracias a ese agujero, toda la habitación está llena de luz. Así, cuando todas nuestras facultades están vacías, nuestro corazón está lleno de luz. Y el hecho de estar lleno de luz produce una influencia que transforma secretamente a nuestros prójimos” (15). El monje es precisasmente ese agujero en el muro, a través del cual pasa la luz increada del Señor. Vaciando totalememte su corazón y no dejando más que la oración, se vuelve una ventana para la Iglesia y para el mundo.

Los profetas del Segundo Advenimiento

Tal es el monje: una presencia, un testimonio o un signo. Más significativamente, es el testigo del tiempo futuro, de ese reino por venir que, sin embargo, está ya presente en medio de nosotros. Desde sus comienzos, el cristianismo ha sido una religión ascética: ¿Por qué, pues, el monaquismo no se ha vuelto una manifestación distinta más que en el siglo cuarto, cerca de trescientos años después de la crucifixión de Cristo? ¿Por qué el desarrollo del monaquismo ha coincidido casi exactamente, en el tiempo, con la conversión del emperador Constantino y la institución del cristianismo como religión oficial del Estado? Hay ciertamente una relación entre estos acontecimientos. Los monjes son los mártires de una época donde el martirio sangriento no existe más; el monaquismo es el contrapeso del cristianismo “establecido”. En una época donde la Iglesia en general corría el riesgo de confundir lo que corresponde al Cesar con lo que corresponde a Dios, los monjes han ocupado un rol profético o esjatológico, recordando a los hombres que el reino de Dios no es un reino de este mundo. Y tal es siempre su rol en el seno de la Iglesia. La actitud del monje es esencialmente una actitud de espera. “El monje, dice san Isaac el Sirio (siglo VII), es aquel que pasa todos los días de su vida en ayuno, sed y penitencia en razón de su espera de la esperanza celestial” (16).

Por el bautismo, todo cristiano se vuelve ya parte integrante del siglo venidero. Mas el monje, gracias a su desapego ascético y su oración continua, llega a un grado particulamente elevado. Es el testigo del octavo día. Renunciando al matrimonio, adopta por anticipado el estado de la humanidad luego de la resurrección de los muertos, cuando “los hombres no tomarán mujeres, ni las mujeres maridos, sino serán como los ángeles en los cielos” (Mc., 12, 25). Como lo dice san Gregorio Palamás (1296-1359) (17), los monjes son los profetas y los heraldos de la segunda venida de Cristo: al igual que los profetas del Antiguo Testamento han predicho la primera venida de Cristo y la Encarnación, son los monjes, en el seno de la Iglesia, los que anuncian su segunda venida, no tanto con sus palabras como con su vida misma.

Todos los cristianos son “extranjeros y peregrinos” (Hb. 11, 13), dirigiéndose hacia el esjaton, vueltas sus miradas hacia la Ciudad celestial. Mas la mayor parte de entre ellos tienen al mismo tiempo muchas metas secundarias: ocuparse de su marido o de su mujer, educar sus niños, curar enfermos, ayudar a pobres y desheredados. El monje, desde el punto de vista de su vocación esencial como monje, no tiene meta secundaria. Su modelo es María, que se ha preocupado de la única cosa necesaria (Lc., 10, 42). Su nombre mismo, monajos, significa aquel cuya existencia tiende hacia una sola meta, que no vive más que por una sola cosa; y, por esta orientación única, recuerda al Pueblo de Dios adonde va. Por su sola presencia, el monaquismo conserva en el seno de la Iglesia la conciencia de la dirección a seguir.

Las dos vías: la afirmativa y la negativa

Este carácter de orientación única y esjatológica del monaquismo nos ayuda a comprender más claramente la relación que existe entre el matrimonio y la vida monástica. Los dos se complementan, un poco como la vía catafática y la vía apofática se equilibran y se complementan en teología. La vía catafática, es decir afirmativa, indica la presencia de Dios Creador en todas las cosas creadas, en todas las imágenes y todos los símbolos. La vía apofática, es decir negativa, indica al contrario que Dios está infinitamente por encima y más allá de todo aquello que ha hecho; y en nombre del que es más grande, desecha lo que le es menos, procurando ver más allá de toda imagen y símbolo y hundiéndose así en las tinieblas divinas. Las dos llegan a un conocimiento del Dios viviente, una por intermedio de las cosas creadas, la otra sin intermediario. Las dos son necesarias a una teología sana y equilibrada. Una teología totalmente catafática correría el riesgo de degenerar en idolatría; y una teología totalemente apofática desembocaría simplemente en el vacío, en una suerte de nihilismo intelectual.

¿Cómo se aplica eso al matrimonio y al monaquismo? Ambos son sacramentos del amor. Mas lo que el marido y la mujer realizan por intermedio de uno y de otro, el monje se esfuerza por alcanzarlo directamente. En el matrimonio, como en la teología catafática o simbólica, el arquetipo es alcanzado por medio del icono. El marido y la mujer expresan su amor a Dios por y en su amor recíproco. “Haz, Señor, que amándonos el uno al otro, podamos a amarte”: tal es la oración que dirigen a Dios. En el monaquismo, como en la teología apofática, el icono es dejado de lado: el amor a Dios se expresa directamente, y tampoco por intermedio de la imagen o de la presencia física de otra persona humana. Como las dos vías teológicas, estas dos formas de amor se complementan y se equilibran la una a la otra. Ambas son expresiones reales del sacerdocio real, universal, del bautizado. Ambas son necesarias a la Iglesia, y ninguna de las dos puede ser verdaderamente comprendida sino a la luz de la otra. Como ha escrito Paul Evdokimov: “El mejor y quizás el único método para profundizar el valor propio del matrimonio, es comprender la grandeza de la significación del monaquismo” (18). A la inversa, sólo los monjes que ven en el matrimonio una fuente de la gracia y un medio de alcanzar la plenitud divina pueden darse plenamente cuenta de la significación profunda de su propia renuncia.

Puede ser tentador oponer los dos de una manera simplista: decir que el ascetismo y la castidad son la característica del monaquismo y que el amor es la característica del matrimonio. Mas estos dos estados no pueden ser opuestos de este modo. Las parejas casadas, al igual que los monjes, son llamados a tomar “la vía estrecha” de la vida ascética, de ayuno y de la renuncia; si los monjes son mártires, mismo lo son las parejas casadas, como lo indican claramente las coronas y los himnos de la ceremonia religiosa del matrimonio. El amor perfecto es siempre un amor crucificado (incluso si la crucifixión lleva a la resurrección, es a condición que la cruz sea aceptada de buena voluntad). Lo mismo, la castidad, comprendida en su verdadero sentido de lo que es intacto e integración, es una cualidad que se aplica no solamente al celibato, sino también al matrimonio. En un sentido conlleva también los valores característicos del monaquismo: los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia –compredidos, como deben serlo, en su acepción positiva, es decir, como un medio que nos debe permitir ser libres de amar a Dios y a nuestro prójimo- aplicándose también a la vida de pareja. Y, por el contrario, si el ascetismo y la castidad caracterizan también a la vida de pareja, el amor (lo hemos visto) caracteriza la vida del verdadero monje.

El monje no es un dualista más; en un mismo grado que el cristiano casado, aunque sobre otro registro, se esfuerza en afirmar la bondad intrínseca de toda la creación material y sobre todo del cuerpo humano. Si el monje se abstiene del matrimonio, no es porque el estado marital es un pecado, sino porque él está llamado a expresar su amor a Dios y a los hombres en otro nivel. El monje y el cristiano casado son ascetas, y ambos “materialistas”, este último término siendo tomado en su sentido cristiano, es decir, aplicándose a aquellos que testimonian el potencial espiritual de las cosas materiales. Ambos reniegan del pecado y afirman el mundo. La diferencia entre ellos reside solamente en las condiciones exteriores en las cuales llevan el combate de la ascesis.

San Ireneo de Lyon (siglo II) habla del Hijo y del espíritu Santo como de las “dos manos” de Dios Padre; en todo su trabajo de creación, de redención y de santificación, Dios se sirve siempre simultáneamente de sus dos manos (19). Lo mismo, el matrimonio y el monaquismo son las “dos manos” de la Iglesia, las dos expresiones complementarias de un solo y mismo sacerdocio real. Cada uno de los dos tiene necesidad del otro, y en su misión, la Iglesia utiliza sus dos manos juntas.

Oración y arrepentimiento contínuo

En Las sentencias de los Padres del desierto, leemos: “Contaban aún esto con respecto a abba Arsenio: un sábado, tarde a la noche, se mantuvo de pie, dando la espalda al sol poniente, y se puso a rezar levantando los brazos al cielo; y quedó así hasta que el sol del alba iluminó su rostro (…) Un hermano se volvió hacia la celda de abba Arsenio, en Scete, y miró por la ventana; y vió al anciano como si estuviera enteramente en llamas” (20).

Ambos relatos nos exponen el ideal monástico. El monje es aquel que se mantiene continuamente ante Dios en oración, aquel que se identifica tan totalemente con el acto de rezar que se vuelve él mismo una llama viviente de oración. Esta llama viviente es la manera en que se expresa su amor a Dios y al hombre, y por esta llama de oración sirve a la sociedad y participa activamente en la transfiguración del mundo.

He aquí, pues, el ideal: ¿qué sucede en la práctica? En una de sus obras, el escritor ortodoxo finlandés Tito Colliander registra la conversación siguiente entre un monje y un laico: “¿Qué hacéis, pues, en el monasterio?”, pregunta el laico. Y el monje responde: “Caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos, caemos otra vez y nos levantamos otra vez” (21). El monasterio es un sitio de oración continua, pero también de arrepentimiento continuo. La Oración de Jesús, que ocupa un lugar central en la formación espiritual del monje, es entre otras cosas una oración de penitencia, un ardiente pedido de perdón: “ten piedad de mí, pecador”. La familia monacal, como toda familia compuesta de marido, mujer y sus hijos, es un grupo de seres humanos pecadores que, con la ayuda de Dios, aprenden lentamente a llevar una vida común, que no cesan de caer y, sin embargo, luego de cada fracaso, se esfuerzan en empezar de nuevo. Así, cuando nosotros los monjes, hablamos de nuestra vida, pensamos en abba Arsenio, mas pensamos también en nuestros defectos, en nuestro egoismo, en nuestra irritabilidad y en nuestra pobreza de espíritu.

Para todos nosotros, seamos casados o seamos monjes, el amor es una cosa que, por la gracia divina, poseemos ya, que surge espontáneamente en nuestros corazones, pero también una cosa por la cual no tenemos menos que luchar y sufrir, y que debemos sin cesar aprender. El amor es a la vez el punto de partida y el fin. El amor está en el centro mismo de nuestro corazón: es nuestra esencia misma, a menos de amar no somos nada. Donde sea que estemos, en nuestro hogar o en nuestro monasterio, esforcémonos, pues, para llegar a ser más plenamente eso que ya somos.

NOTAS:

(1) Las Sentencias de los Padres del Desierto, collection alphabétique, Antonio 9.

(2) Reg. fus. III, 1.

(3) La Santa Escala, cuarto peldaño (PG 88, 705A); Ed. de Bellefontaine, 1987.

(4) Ep. 207, 2.

(5) Atanasio, Vida de san Antonio, 2.

(6) Pacomio, Vita Prima, 4-5 (ed. Halkin, Vitae Graecae, pp. 3-4).

(7) Vida de san Antonio, 87.

(8) Las Sentencias de los Padres del Desierto, Antonio 31.

(9) Ibid., Antonio 27.

(10) Regula, 53.

(11) Apolo 3. Cf. Gn 18, 1-8.

(12) Paladio, Historia Lausíaca, 18.

(13) Catecheses parvae, 114, en J. M. Hussey, Cambridge Medieval History IV, 2, 1967, p. 184.

(14) Tratado de la oración, 124 (PG 79,1193C).

(15) Thomas Merton, The Way of Tchouang Tseu, New-York, 1969, p. 53.

(16) À. J. Wensinck, Mystic Treatises by lsaac of Nineveh, Amsterdam, 1923, p. 57.

(17) Tomos Hagioreitikos (PG 150, 1228 AB).

(18) Sacrement de l’amour, Paris, 1962, p. 99.

(19) Contra las herejías IV, 20, 1 (PG 7, 1032A).

(20) Arsenio 30 et 27.

(21) The Way of the Ascetics, Londres, 1960, p. 68.

Fonte:

Contacts, vol. XXXIII, nº. 114, 1981, págs. 136-150.

Monasterio de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo

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